CAPITULO II


 
 El hombre caminaba lentamente por la calle. Se tocaba   los bolsillos traseros del pantalón, asegurándose de que allí  seguía  la pacha de seco que comenzó a tomarse en el parque con otros alcoholitos que le habían ayudado a comprarla.   En un descuido   se  escabulló y enrumbó hacia  su casa, varias cuadras más abajo. Allá terminaría de tomársela sólo.
En la esquina próxima, bajo la luz del farol  vio  agrupados a los   mozalbetes.  Allí estaban  como todas las noches.  Eran  los de la calle de arriba. Se animó a pasar entre ellos, no le importaban las burlas de aquellos “culicagaos”.  Aunque  cada noche  eran más atrevidos..
Pensó  en  cuanto habían cambiado las costumbres de la vecindad. Antes no era así.  Era un sitio rareza. Música, cantinas, panaderías, talleres, cantinas, barberías, salas de cines por todos lados, campos de juegos y más  cantinas. Gente humilde,  pero trabajadora.    Muy cerca del centro de la ciudad, los desfiles patrios, los carnavales recorrían las avenidas próximas. Antes allí vivían  familias decentes. Los muchachos iban y venían de  la escuela alegremente, sin problemas.
 Los años habían pasado y la aparición  de la droga  cambió   todo. Antes no era así. La droga que comenzó  como una moda,  como un  juego de bohemios en los años setentas, se tornó en una pesadilla en los ochenta. Para los noventa  era una verdadera plaga. Habían proliferado los vendedores,  los adictos y los delitos  en su mayoría se relacionaban con la droga.  La ciudad de Panamá, centro del mundo y corazón del universo, también era una ruta principal de la cocaína que se exportaba desde Colombia  hacia el norte del continente,donde se pagaba  hasta cien veces más cara.  Pero  el tráfico  que movía  cantidades industriales, contaminaba todo a su paso.  Los primeros  años del nuevo siglo  pasaron rápidamente y ahora Colombia exportaba no solo la droga, sino su desprecio por la vida,  en la  forma de los más horrendos crímenes y   venganzas.
El farol y las figuras de los mozalbetes se hicieron  más cercanos. No le importaba con ellos, el consumo constante de alcohol había embrutecido su mente. Al caer la noche ya  estaba  bastante borracho. Lo estaría aún más cuando se bebiera  la pacha casi llena que escondía en el bolsillo trasero de su  pantalón. Notó que  el peso de la botellita, hacía  que la prenda de vestir bailara en su cintura. Había adelgazado. Su figura  también,   al igual que el sector, se había deteriorado.
Èl, que a punta de  vender periódicos había sido un buen vecino, había jugado fútbol, ahora no era nada.  Aunque no  consumía drogas se había dejado dominar por el alcohol.
 Recordaba cuando caminaba por esas calles oyendo  las melodiosas canciones, que se derramaban desde las  cajas de música   por las   puertas giratorias de las cantinas. De los  radios de las casas salían  a los balcones  y también de las esquinas donde  se paraban a conversar  muchachos con aparatos portátiles como los que lo esperaban  más allá.  Las canciones tenían la magia de  traer recuerdos,  devolver  sensaciones y   recordar  personas y hechos. La música era parte del lugar.
Pero esos chicos   no eran como los de antes. Estos eran crueles y  peligrosos.  Se odiaban a muerte con los de las otras esquinas. Antes  no era así.
--- ¡Ehhh¡ Miren quién viene allí.  La mierda ésa--- dijo uno.
---- Sí,  es el alcoholito.—agregó otro.
--- ¿Saben  quién es él? El Tío de Dumbo--- dijo el primero,   saltó del vagón de una camioneta estacionada que les servía de grada  y esgrimiendo un revólver  comenzó a golpear al borrachín con la cacha en la cabeza.
--¡Ayyyyyyyy!—se quejó.
Lo derribaron   a patadas y lo levantaron   para volver a tirarlo. Lo empujaron  con saña,  hacia el final de la calle. No sabía de dónde le caían los golpes. Sangrando cayó nuevamente  al piso
 __ Y dile  a tu sobrino que  el próximo será él.----- dijo uno. El que  tenía el revólver,  se le acercó  sonriendo  con malignidad y le puso el cañón al lado de  la oreja.  Hizo una seña a sus compinches de que se apartaran. Teniendo el cuidado que  la bala impactara en otro  lado, jaló suavemente el gatillo y   disparó.  El sonido le estalló en el tímpano. El pobre hombre se revolcó en el suelo en protesta por la ofensa recibida. La reacción  provocó otra tanda  de patadas  que lo dejaron inmóvil,  como un monigote sin cuerda, muy cerca de la calle transversal que dividía  los  dos territorios.


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